Algunos
enloquecen
en descalzos atriles,
porque es inútil
darse de narices en paradojas,
y dormir fatigados tiempos
sin cambiar el paso.
Y, aunque valerosa,
la suerte zumba
en horas embotelladas,
conserva la antena del sexo
en gargantas de acorazada luna,
plena en confluencias anatómicas
y en aires de prodigiosas canciones,
bajo vertebras que fugan discretamente
en pendulares coartadas de la vida.
Otras voces
agitan corazones acelerados,
en ajustadas máscaras,
iguales a sí mismas o duplicadas,
para volver silbando de observatorios extranjeros
al repetir, siglo tras siglo,
tradicionales maneras del amor.
Los hombres, sonámbulos, deambulan
elementalmente, en casas grandes
llenas de ecos con ventanas a la luz
y la aventura interior,
más allá de lo bello o lo no pensable.
Y, aunque cueste creerlo,
hasta que toco tus labios,
no comprendo que está hablando sin decir,
sin emitir sonidos en despertares estremecedores.
Parece que te he robado de mis sueños
y es probable que no soporte
el comienzo del día,
los pliegues cotidianos.
Resisto,
aguanto con mesura las señales
de cruces y advertencias,
el impaciente
pulso del misterio bromurado
en un declive
en el que quemaremos todas las naves,
las últimas esencias.